Más que un conjunto de ideas fijas, la Ilustración implicaba una actitud, un método de pensamiento.
En España, "las luces" penetraron a comienzos del siglo XVIII gracias a la obra, prácticamente aislada y solitaria, pero de gran enjundia del fraile benedictino Benito Jerónimo Feijoo, el pensador crítico y divulgador más conocido durante los reinados de los primeros reyes Borbones. Escribió Teatro crítico universal (1739), en nueve tomos y Cartas eruditas (1750), en cinco volúmenes más, en los que trató de recoger todo el conocimiento teórico y práctico de la época.
De acuerdo con el filósofo Immanuel Kant, el lema de la época debía ser “atreverse a conocer”. Surgió un deseo de reexaminar y cuestionar las ideas y los valores recibidos, de explorar nuevas ideas en direcciones muy diferentes; de ahí las inconsistencias y contradicciones que a menudo aparecen en los escritos de los pensadores del siglo XVIII.
Muchos defensores de la Ilustración no fueron filósofos según la acepción convencional y aceptada de la palabra; fueron vulgarizadores comprometidos en un esfuerzo por ganar adeptos. Les gustaba referirse a sí mismos como el “partido de la humanidad”, y en un intento de orientar la opinión pública a su favor, imprimieron panfletos, folletos anónimos y crearon gran número de periódicos y diarios.
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